El 15 de enero de 2012, la asociación parisina Réunichatho, que nació apenas
publicado el motu proprio Summorum Pontificum, organizó el cuarto encuentro por
la unidad católica. Reproducimos a continuación, en su versión completa, el
texto de la intervención del invitado de honor de esa jornada, Mons. Athanasius
Schneider, Obispo Auxiliar de la Archidiócesis de Astana, y gran promotor
de la comunión arrodillados y en la boca, sobre el tema “La Forma
Extraordinaria y la Nueva Evangelización”.
I – Dirigir nuestra mirada hacia Cristo
Para hablar correctamente de la nueva evangelización, es indispensable dirigir
primero nuestra mirada hacia Aquél que es el verdadero Evangelizador, es decir,
Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Verbo de Dios hecho Hombre. El Hijo de
Dios vino a esta tierra para expiar y redimir el pecado mayor, el pecado por
excelencia. Y este pecado por excelencia de la humanidad consiste en el rechazo
de adorar a Dios, en el rechazo de dejarle el primer lugar, el lugar de honor.
Este pecado de los hombres consiste en no prestar atención a Dios, en ya no
tener el sentido de las cosas, o sea, de los detalles que tienen que ver con
Dios y la adoración que se le debe, en no querer ver a Dios, en no querer
arrodillarse ante Dios.
Frente a semejante actitud, la Encarnación de Dios es molesta, y de rebote,
también molesta la presencia real de Dios en el misterio eucarístico, molesta
la centralidad de la presencia eucarística de Dios en las iglesias. El hombre
pecador quiere, en efecto, ponerse en el centro, tanto dentro de la iglesia
como durante la celebración eucarística, quiere ser visto, quiere ser notado.
Por esta razón se prefiere colocar a Jesús Eucaristía, Dios Encarnado, presente
en el tabernáculo bajo la forma eucarística, al costado. Incluso la
representación del Crucificado en la Cruz en medio del altar durante la
celebración resulta molesta, porque el rostro del sacerdote se vería oculto.
Así pues, tanto la imagen del Crucificado en el centro del altar como Jesús
Eucaristía en el tabernáculo son molestos. En consecuencia, la cruz y el
tabernáculo se desplazan al costado. Durante el oficio, los asistentes deben
poder observar todo el tiempo la cara del sacerdote, y éste sentir agrado en
ponerse literalmente todo el tiempo en el centro de la casa de Dios. Y si por
casualidad, Jesús Eucaristía, a pesar de todo, está en tabernáculo en el centro
del altar, por ejemplo, debido a que el "Ministerio de Patrimonio
Histórico", incluso en un régimen ateo, prohibió por razones artísticas de
conservación del patrimonio que se lo desplazara, el sacerdote, muchas veces,
le da la espalda sin escrúpulos a lo largo de la celebración.
Cuántas veces los sencillos adoradores de Cristo, en su simplicidad y humildad,
habrán exclamado: “¡Bendito sea, el Ministerio de Patrimonio y Monumentos
Históricos! Nos dejaron por lo menos a Jesús en el centro de nuestra iglesia.”
II – La misa, dar gloria a Dios y no a los hombres
Sólo a partir de la adoración y la glorificación de Dios la Iglesia puede
anunciar de manera adecuada la palabra de verdad, es decir, evangelizar. Antes
de que el mundo oyera a Jesús, el Verbo Eterno hecho carne, predicar y anunciar
el reino, Jesús se calló y adoró durante treinta años. Ésta es la norma para
siempre en la vida y la acción de la Iglesia como de todos los evangelizadores.
“En la manera de tratar la liturgia es donde se decide el destino de la Fe y de
la Iglesia”, dijo el cardenal Ratzinger, nuestro actual Papa, Benedicto XVI. El
Concilio Vaticano II quiso recordar a la Iglesia cuál era la realidad y cuál la
acción que debían tener primacía en su vida. Por tal motivo, el primer
documento conciliar estaba consagrado a la liturgia. Con ello, el concilio nos
da los siguientes principios: En la Iglesia, y por lo tanto en la liturgia, lo
humano debe orientarse hacia lo divino y estarle subordinado, así como lo
visible con relación a lo invisible, la acción respecto de la contemplación, y
el presente con respecto a la ciudad futura, a la cual aspiramos (cfr.
Sacrosantum Concilium, 2). Según las enseñanzas del Vaticano II, nuestra
liturgia terrena es como un anticipo de la liturgia celestial de la ciudad
santa de Jerusalén (cfr. ídem, 2).
Por lo tanto, todo en la liturgia de la Santa Misa debe servir para expresar de
la forma más diáfana la realidad del sacrificio de Cristo, es decir, las
oraciones de adoración, de acción de gracias, de expiación, de súplica, que el
eterno Sumo Sacerdote ha presentado a Su Padre.
El rito y todos los detalles del Santo Sacrificio de la misa deben tener como
eje la glorificación y la adoración de Dios, con insistencia en la centralidad
de la presencia de Cristo, ya sea en el signo y en la representación del
Crucificado, ya en Su presencia eucarística en el tabernáculo, y sobre todo, en
el momento de la consagración y de la santa comunión. Cuanto más se respete
esto, menos se pondrá al hombre en el centro de la celebración, menos se
parecerá la celebración a un círculo cerrado; al contrario, estará abierta,
incluso de una manera externa, hacia Cristo, como en una procesión que se
dirige hacia Él con el sacerdote a su cabeza, y tal celebración eucarística
reflejará de modo verdadero el sacrificio de adoración de Cristo en cruz, más
ricos serán los frutos que recibirán los participantes en su alma, provenientes
de la glorificación de Dios, más los honrará Dios.
En la medida
en que el sacerdote y los fieles busquen verdaderamente en las celebraciones
eucarísticas la gloria de Dios y no la gloria de los hombres, ni busquen
recibir la gloria unos de otros, más los honrará Dios, dejando participar su
alma de manera más intensa y fértil en la Gloria y en el Honor de su Vida
divina.
Actualmente y en diversos lugares de la tierra, muchas son las celebraciones de
la Santa Misa a cuyo propósito se podrían decir las siguientes palabras,
invirtiendo las palabras del salmo 113, versículo 9: “A nosotros, oh Señor, y a
nuestro nombre da la gloria”, y también, a propósito de tales celebraciones, se
aplican las palabras de Jesús: “¿Cómo podéis vosotros creer, cuando tomáis la
gloria los unos de los otros? Y no buscáis la gloria que viene del Dios único”.
(Juan, 5,44).
III – Los seis principios de la reforma litúrgica
El Concilio Vaticano II emitió, con respecto a una
reforma litúrgica, los siguientes principios:
1. Lo
humano, lo temporal, la actividad deben, durante la celebración litúrgica,
orientarse a lo divino, lo eterno, la contemplación, y tener un papel
subordinado con relación a estos últimos (cfr. Sacrosantum Concilium, 2).
2. Durante
la celebración litúrgica, se deberá estimular la toma de conciencia con
relación al hecho de que la liturgia terrestre participa de la liturgia
celestial (cfr. Sacrosantum Concilium, 8).
3. No debe
haber, pues, absolutamente ninguna innovación, ninguna creación nueva de los
ritos litúrgicos, en particular, en el rito de la misa, a menos de que se siga
un provecho verdadero y cierto en beneficio de la Iglesia y con la condición de
proceder con prudencia y de que, eventualmente, las formas nuevas reemplacen
las existentes de manera orgánica (cfr.Sacrosantum Concilium, 23).
4. Los ritos
de la misa deben ser tales que lo sagrado se vea expresado más explícitamente
(cfr.Sacrosantum Concilium, 21).
5. El latín
debe ser conservado en la liturgia y sobre todo en la Santa Misa (cfr.
Sacrosantum Concilium, 36 y 54).
Los Padres conciliares veían sus proposiciones de reforma como una continuación
de la reforma de Pío X (cfr. Sacrosantum Concilium, 112 y 117) y del siervo de
Dios Pío XII, y de hecho, la encíclica más citada en la constitución litúrgica
es la Mediator Dei del papa Pío XII.
El papa Pío XII ha dejado a la Iglesia, entre otros, un principio importante de
la doctrina sobre la Santa Liturgia, a saber, la condenación de lo que se llama
el arqueologismo litúrgico, cuyas propuestas coincidían en gran medida con las
del sínodo jansenista y protestantizante de Pistoya de 1786 (cf. Mediator Dei, nº
63-64) y que, de hecho, recuerdan el pensamiento teológico de Martín Lutero.
Por ello, ya el Concilio de Trento había condenado las ideas litúrgicas
protestantes, sobre todo, el acento exagerado en la noción de banquete en la
celebración eucarística en detrimento del carácter sacrificial, la supresión de
signos unívocos de sacralidad como expresión del misterio de la liturgia (cfr.
Concilio de Trento, sesión XXII).
Las declaraciones litúrgicas doctrinales del magisterio, como en este caso las
del Concilio de Trento y la encíclica Mediator Dei, reflejadas en una praxis
litúrgica secular más que milenaria, constante y universal, estas
declaraciones, pues, hacen parte de ese elemento de la santa tradición que no
puede abandonarse sin grandes daños en el plano espiritual. El Vaticano II
retomó estas declaraciones doctrinales sobre la liturgia, como puede
constatarse leyendo los principios generales del culto divino en la
constitución litúrgica Sacrosantum Concilium.
Como error concreto en el pensamiento y en el actuar del arqueologismo
litúrgico, el papa Pío XII cita la proposición de dar al altar la forma de una
mesa (cfr. Mediator Dei nº 62). Si ya el Papa Pío XII rechazaba el altar en
forma de mesa, ¡es de imaginar cómo habría rechazado, a fortiori, la propuesta
de una celebración como si fuera alrededor de una mesa “versus populum”!
Cuando en el número 2, Sacrosantum Concilium enseña que en la liturgia se debe
dar la prioridad a la contemplación y que toda celebración de la misa debe
estar orientada hacia los misterios celestiales (cfr.i nº 2 y nº 8), se hace
eco fiel de la siguiente declaración del Concilio de Trento: “Dado que la
naturaleza del hombre está hecha de tal manera que no se deja elevar fácilmente
a la contemplación de las cosas divinas sin ayudas externas, la Madre Iglesia,
en su benevolencia, ha introducido ritos precisos; ha recurrido, apoyada en la
enseñanza apostólica y en la tradición, a ceremonias tales como bendiciones
llenas de misterio, velas, incienso, vestimentas litúrgicas y muchas otras
cosas; todo esto debería incitar en los espíritus de los fieles, gracias a
signos visibles de la religión y la piedad, la contemplación de las cosas
sublimes” (sessio XXII, cap. 5).
Sin duda alguna, los Padres conciliares reconocieron como plenamente válidas
las enseñanzas citadas del magisterio de la Iglesia y sobre todo la de Mediator
Dei; en consecuencia, aún hoy deben ser plenamente válidas para todos los hijos
de la Iglesia.
IV – Las cinco llagas del cuerpo místico litúrgico de Cristo
En la carta enviada a todos los obispos de la Iglesia Católica que Benedicto XVI adjuntó al
Motu Proprio Summorum Pontificum del 7 de julio de 2007, el papa hace esta declaración importante:
“En la
historia de la liturgia, hay crecimiento y progreso, pero no ruptura. Lo que
fue sagrado para las generaciones pasadas, debe seguir siendo sagrado y grande
para nosotros”. Al decir esto, el papa expresa el principio
fundamental de la liturgia enseñado por el Concilio de Trento, el papa Pío XII
y el Concilio Vaticano II.
Si se observa, sin ideas preconcebidas y de modo objetivo, la práctica
litúrgica de la aplastante mayoría de las iglesias en todo el mundo católico
donde la forma ordinaria del rito romano está en uso, nadie puede negar, con
honestidad, que los seis principios litúrgicos mencionados por el Concilio
Vaticano II no son respetados o en todo caso, lo son muy poco, aunque se
declare erróneamente que esta práctica de la liturgia fue deseada por el
Vaticano II. Existen un cierto número de aspectos concretos en la práctica de
la liturgia dominante actual, en el rito ordinario, que representan una ruptura
visible con una práctica litúrgica constante desde hace más de un milenario. Se
trata de los cinco usos litúrgicos siguientes, que podemos designar como las
cinco llagas del cuerpo místico litúrgico de Cristo. Se trata de llagas, pues
representan una ruptura violenta con el pasado, porque ponen menos el acento en
el carácter sacrificial que es, sin embargo, el carácter central y esencial de
la misa, y en cambio, ponen el acento en el banquete; todo esto disminuye los
signos externos de adoración divina, ya que ponen menos de relieve el carácter
de misterio en aquello que tiene de celestial y eterno.
Con relación a estas cinco llagas, se trata de cosas –con excepción de una (las
nuevas oraciones del ofertorio)– que no están previstas en la forma ordinaria
del rito de la misa, sino que fueron introducidas deplorablemente en la
práctica.
A) La primera llaga, y la más evidente, es la celebración del sacrificio de la
misa en que el sacerdote celebra con la cara vuelta hacia los fieles, en
particular durante la oración eucarística y la consagración, el momento más
alto y sagrado de la adoración debida a Dios. Por su propia naturaleza, esta
forma exterior corresponde más bien a la manera en que se da una clase o se
comparte una comida. Estamos en presencia de un círculo cerrado. Y este modo no
es conforme, en absoluto, al momento de la oración y menos aún al de la
adoración. Ahora bien, el Vaticano II no deseó para nada esta forma, y nunca
fue recomendada por el magisterio de los papas posconciliares. El Papa Benedicto XVI escribe en el
prefacio al primer tomo de sus obras completas: “La idea de que
el sacerdote y la asamblea deban mirarse durante la oración nació entre el
modernismo y es totalmente extraña, ajena a la tradición
cristiana. El sacerdote y la asamblea no se dirigen mutuamente una oración, es
al Señor a quien se dirigen. Por ello en la oración, miran en la misma
dirección: o bien al este, como símbolo cósmico de la vuelta del Señor, o allí
donde esto no es posible, hacia una imagen de Cristo situada en el ábside,
hacia una cruz o simplemente juntos hacia lo alto”.
S.E. Cardenal
Monteiro de Castro, Penitenciario Mayor de la Santa Sede, Ex-Nuncio
Apostólico en España. Celebración de la Santa Misa Ad-Orientem.
Versus Deum (De
cara a Dios)
S.E. Cardenal
Monteiro de Castro.
La forma de celebración donde todos dirigen su mirada en la misma dirección
(conversi ad orientem, ad Crucem, ad Dominum) se encuentra incluso señalada en
las rúbricas del nuevo rito de la misa (cfr. Ordo Missae, n. 25, n. 133 et n.
134). La celebración llamada “versus populum”, ciertamente, no corresponde a la
idea de la Sagrada Liturgia tal como está mencionada en las declaraciones de
Sacrosantum Concilium, nº 2 y nº 8.
B) La segunda llaga es la comunión en la mano, extendida prácticamente en todo
el mundo. No sólo los Padres Conciliares del Vaticano II no evocaron en modo
alguno esta manera de recibir la comunión, sino que fue introducida por cierto
número de obispos en desobediencia a la Santa Sede e ignorando el voto negativo
de 1968 emitido por la mayoría del cuerpo episcopal. Solamente más tarde, el
Papa Pablo VI la legitimó bajo condiciones particulares y a disgusto.
El Papa Benedicto XVI, a partir de la fiesta de Corpus Christi de 2008, sólo
distribuye la comunión a los fieles de rodillas y en la boca, y no sólo en
Roma, sino también en todas las iglesias locales a las que visita. Así, da a
toda la Iglesia un ejemplo claro de magisterio práctico en materia litúrgica.
Si la mayoría calificada del cuerpo episcopal, tres años después del concilio,
rechazó la comunión en la mano como algo perjudicial, ¡cuánto más lo habrían
hecho los Padres conciliares!
C) La tercera llaga son las nuevas oraciones del ofertorio. Son una creación
totalmente nueva y jamás estuvieron en uso en la Iglesia. Expresan menos la
evocación del misterio del sacrificio de la cruz que la de un banquete y
recuerdan las oraciones de la comida sabática judía. En la tradición más que
milenaria de la Iglesia de Occidente y de Oriente, las oraciones del ofertorio
siempre tuvieron como eje, de forma expresa, el misterio del sacrificio de la
cruz (cfr. por ejemplo Paul Tirot, Historia de las oraciones del ofertorio en
la liturgia romana del siglo VII al siglo XVI, Roma, 1985). Semejante creación,
es absolutamente nueva y sin duda alguna está en contradicción con la
formulación clara del Vaticano II que recuerda: “Innovationes ne fiant … novae
formae ex formis iam exstantibus organice crescant” (Sacrosanctum Concilium,
23).
D) La cuarta llaga es la desaparición total del latín en la inmensa mayoría de
las celebraciones eucarísticas de la forma ordinaria en la totalidad de los
países católicos. Esa es una infracción directa contra las decisiones del
Vaticano II.
E) La quinta llaga es el ejercicio de los ministerios litúrgicos de lector y de
acólito por mujeres, así como el ejercicio de estos mismos ministerios con
ropas civiles en el coro durante la Santa Misa, por fieles que acceden allí
directamente desde el espacio reservado a estos últimos. Esta costumbre no ha
existido jamás en la Iglesia, o al menos nunca fue bienvenida. Confiere a la
celebración de la misa católica el carácter externo de algo informal, el
carácter y el estilo de una asamblea más bien profana. El segundo concilio de
Nicea prohibía, ya en 787, tales prácticas cuando dictaba el siguiente canon:
“A quien no está ordenado, no le está permitido hacer la lectura desde el ambón
durante la santa liturgia” (can. 14). Esta norma fue siempre respetada en la
Iglesia. Sólo los subdiáconos o los diáconos tenían el derecho de hacer la lectura
durante la liturgia de la Misa. En reemplazo de los lectores y acólitos
faltantes, pueden hacerlo hombres o niños con hábitos litúrgicos, y no mujeres,
dado que el sexo masculino, en el plano de la ordenación no sacramental de los
lectores y acólitos, representa simbólicamente el último vínculo con las
órdenes menores.
En los textos del Vaticano II no se hace ninguna mención de la supresión de las
órdenes menores y del subdiaconado, ni de la introducción de nuevos
ministerios. En Sacrosanctum Concilium n° 28, el concilio hace una diferencia
entre “minister” y “fidelis” durante la celebración litúrgica y estipula que
uno y otro sólo tienen el derecho de hacer lo que les corresponde según la
naturaleza de la liturgia. El nº 29 menciona a los “ministrantes”, esto es, a
los monaguillos que no recibieron ninguna ordenación. En oposición a éstos,
estarían, según los términos jurídicos de la época, los “ministri”, o sea,
aquéllos que recibieron una orden, ya sea mayor o menor.
V – El motu proprio para acabar con la ruptura litúrgica
Mediante el Motu Proprio Summorum Pontificum, el Papa Benedicto XVI estipula
que las dos formas del rito romano deben ser consideradas y tratadas con el
mismo respeto, porque la Iglesia sigue siendo la misma antes y después del
Concilio. En la carta que acompaña el motu proprio, el papa anhela que las dos
formas se enriquezcan mutuamente. Además, desea que en la nueva forma
“aparezca, lo que no ha sido el caso hasta el presente, el sentido de lo
sagrado que atrae a muchas personas hacia el rito antiguo”.
Las cuatro llagas litúrgicas o usos desafortunados (celebración versus populum,
comunión en la mano, abandono total del latín y del canto gregoriano e
intervención de las mujeres en los ministerios de la lectura y del acolitado)
no tienen en sí nada que ver con la forma ordinaria de la misa y, además, están
en contradicción con los principios litúrgicos del Vaticano II. Si se pusiera
fin a estos usos, se volvería a la verdadera enseñanza litúrgica del Vaticano
II. Y en ese caso, las dos formas del rito romano se aproximarían enormemente,
de modo que, al menos externamente, no se habría de constatar la ruptura entre
ambas, y por tanto, tampoco la ruptura entre la Iglesia de antes y después del
concilio.
En cuanto a las nuevas oraciones del ofertorio, sería de desear que la Santa
Sede las reemplazara por las oraciones correspondientes de la forma
extraordinaria o, al menos, que permitiera su utilización ad libitum. Así no
sólo se evitaría la ruptura entre las dos formas exteriormente, sino también
interiormente. Si hay algo que la mayoría de los Padres conciliares no quiso,
fue la ruptura en la liturgia; testimonio de ello son las actas del concilio,
porque en los dos mil años de historia de la liturgia de la Santa Iglesia,
jamás hubo ruptura litúrgica, y en consecuencia, no debe haberla jamás. En
cambio, debe haber una continuidad, tal como conviene que sea en el ámbito del
magisterio.
Las cinco llagas en el cuerpo litúrgico de la Iglesia evocadas aquí reclaman
curación. Representan una ruptura comparable a la del exilio de Aviñón. La
situación de una ruptura tan neta en una expresión de la vida de la Iglesia que
lejos está de carecer de importancia, –antiguamente, la ausencia de los papas
de la ciudad de Roma, hoy una ruptura visible entre la liturgia antes y después
del concilio– esta situación reclama curación.
Por ello, hoy se necesitan nuevos santos, una o varias Santa Catalina de Siena.
Se necesita la “vox populi fidelis” que reclamen la supresión de esta ruptura
litúrgica. Pero lo trágico en la historia, es que hoy como ayer en el tiempo
del exilio de Aviñón, una gran mayoría del clero, sobre todo del alto clero,
está satisfecho con este exilio, con esta ruptura.
Antes de que se puedan esperar frutos eficaces y duraderos de la nueva
evangelización, es necesario que en el seno de la Iglesia se instaure un
proceso de conversión. ¿Cómo se puede llamar a los otros a convertirse si, entre
los que llaman, no ha habido ninguna conversión convincente hacia Dios, porque,
en la liturgia, no están suficientemente vueltos hacia Dios, tanto interior
como exteriormente? El sacrificio de la misa, el sacrificio de adoración a
Cristo, el mayor misterio de la fe, el acto de adoración más sublime, se
celebra en un círculo cerrado, mirándose unos a otros.
Falta la
“conversio ad Dominum” necesaria, incluso externamente, físicamente. Puesto que
durante la liturgia, se trata a Cristo como si no fuera Dios y no se le
manifiestan signos externos claros de una adoración debida a Dios solo, como
cuando los fieles reciben la Santa Comunión de pie y, además, en la mano como
un alimento ordinario, tomándola con los dedos y metiéndosela ellos mismos en
la boca. Aquí hay un peligro de una especie de arrianismo o de semi-arrianismo
eucarístico.
Una de las condiciones necesarias para una nueva evangelización fructuosa sería
el siguiente testimonio de la Iglesia en el plano del culto litúrgico público,
observando al menos estos dos aspectos del Culto divino, a saber:
1) Que en
toda la tierra, la Santa Misa se celebre, incluso en la forma ordinaria, con
una postura de “conversio ad Dominum” interior y también, necesariamente,
exterior.
2) Que los
fieles doblen la rodilla delante de Cristo en el momento de la Santa comunión,
como San Pablo pide evocando el nombre y la persona de Cristo (cfr. Filip. 2,
10), y que Lo reciban con el mayor amor y el mayor respeto posibles, como le
corresponde en tanto verdadero Dios.
Gracias a Dios, el papa Benedicto XVI ha comenzado el proceso de retorno del
exilio de Aviñón, mediante dos medidas concretas que son el Motu proprio
Summorum Pontificum y la reintroducción del rito de comunión tradicional.
Hacen falta aún muchas oraciones y tal vez una nueva Santa Catalina de Siena a fin de que se den los restantes pasos para curar las cinco llagas del cuerpo litúrgico y místico de la Iglesia y para que Dios sea venerado en la liturgia con ese amor, ese respeto, ese sentido de lo sublime que siempre fueron característicos de la Iglesia y su enseñanza, en particular, a través del Concilio de Trento, el papa Pío XII en su encíclica Mediator Dei, el concilio Vaticano II en su constitución Sacrosantum Concilium y el papa Benedicto XVI en su teología de la liturgia, en su magisterio litúrgico práctico y en el motu proprio antes citado.
Nadie puede evangelizar si primero no ha adorado, incluso si no adora
permanentemente y no da a Dios, Cristo Eucaristía, una verdadera primacía en la
forma de celebrar y en toda su vida. En efecto, retomando las palabras del cardenal Joseph Ratzinger:
“En la manera
de tratar la liturgia es donde se decide el destino de la Fe y de la Iglesia”.
DEL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA, POR SAN PEDRO JULIÁN
EYMARD
Fragmento
de "Obras Eucarísticas de San Pedro Julián Eymard"
III
PARTICIPAR
todos los días en la santa Misa. Ello atrae las bendiciones del cielo para el
día. Oyéndola cumpliréis mejor todos vuestros deberes y os veréis más fuertes
para llevar la cruz de cada día. La misa es el acto más santo de toda la
religión; nada tan glorioso para Dios ni tan provechoso para vuestra alma como
el oírla con piedad y con frecuencia. Esta es la devoción privilegiada de los
santos.
La
misa encierra todo el valor del sacrificio de la cruz, que aplica a cada uno:
uno mismo es el sacrificio del calvario y el del altar, iguales la víctima y el
sacerdote, Jesucristo, que también en el altar se inmola de un modo real y
eficaz, aunque incruentamente. ¡Ah! Si después de la consagración os fuese dado
ver en toda su realidad el misterio del altar, vierais a Jesucristo en cruz,
ofreciendo al Padre sus llagas, su sangre y su muerte para salvación vuestra y
la del mundo. Vierais cómo los ángeles se postran alrededor del altar
asombrados y casi espantados ante lo que se ama a criaturas indiferentes o
ingratas. Oyerais al Padre celestial deciros como en el Tabor contemplando a su
Hijo: "Este es mi Hijo muy amado y el objeto de mis complacencias; adorad
y servidle de todo vuestro corazón."
La
Santa Misa es la renovación incruenta del Sacrificio de Cristo en la Cruz
Para
caer en la cuenta de lo que vale la santa Misa, preciso es no perder de vista
que el valor de este acto es mayor que el que juntamente encierran todas las
buenas obras, virtudes y merecimientos de todos los santos que haya habido
desde el principio del mundo o haya de haber hasta el fin, sin excluir los de
la misma Virgen santísima. La razón está en que se trata del sacrificio del
hombre-Dios, el cual muere en cuanto hombre, y en cuanto Dios eleva esta muerte
a la dignidad de acción divina, comunicándole valor infinito. Infunde respeto
el oír cómo el concilio de Trento expone esta verdad: "Como en el divino
sacrificio que se ofrece en la misa es contenido y se inmola incruentamente el
mismo Jesucristo que una sola vez se inmoló de un modo incruento en la cruz,
enseña este santo Sínodo que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio y
que alcanzaremos por este medio en el momento oportuno misericordia, gracia y
ayuda siempre que nos acerquemos a Dios con corazón sincero y recta fe, con
temor y reverencia, contritos y penitentes. Porque, aplacado el Señor por esta
oblación, nos perdona nuestros crímenes y pecados, por grandes que sean,
otorgándonos la gracia y el don de la misericordia. Una sola y una misma es la
víctima ofrecida, uno solo y uno mismo el que ahora se ofrece por ministerio de
los sacerdotes, y entonces se ofreció a sí mismo sobre la Cruz, no habiendo más
diferencia que la del modo de oblación. Mediante este sacrificio incruento
recíbense muy copiosamente los frutos de aquel cruento, sin que, por
consiguiente, se menoscabe en lo más mínimo el valor de aquél. Según la
tradición de los apóstoles, este sacrificio es ofrecido no solamente por los
pecados, penas, satisfacciones y demás necesidades de los vivos, sino también
por los difuntos en Cristo, cuyos pecados no están cabalmente
purgados" (1).
¡Qué lenguaje éste que emplea la Iglesia!
He
aquí una de las virtudes de la Misa: no sólo se ofrece por la Iglesia peregrina
en la tierra (los vivos), sino también por la Iglesia penitente en el purgatorio
(los fieles difuntos). (Cuadro "Misa por las Ánimas del Purgatorio",
escuela del Potosí, S. XVII)
Para
glorificar sin cesar a su Padre, Jesús adoptó el estado de víctima; para que,
poniendo el Padre los ojos en El, pueda bendecir y amar la tierra; para
continuar su vida de Redentor, asociarnos a sus virtudes de Salvador,
aplicarnos directamente los frutos de su muerte participando dentro de su
ofrenda y enseñándonos a sacrificarnos junto con El; y también para ponernos a
mano, como a María y a Juan, el medio de asistir a su sacrificio.
IV
IV
Habiendo
Jesús reemplazado todos los sacrificios de la antigua ley por el sacrificio de
la misa, ha encerrado en éste todas las intenciones y todos los frutos de
aquéllos.
La
Muerte de Jesús en la Cruz remplaza y suprime los sacrificios del Antiguo
Testamento
Conforme
a las órdenes recibidas de Dios, los judíos ofrecían sacrificios por cuatro
fines, a saber: para reconocer su supremo dominio sobre toda criatura; para
agradecerle sus dones; para suplicarle siguiera concediéndoselos y para aplacar
su cólera irritada por sus pecados. Todo esto lo hace Jesús, y de un modo tanto
más perfecto cuanto que en lugar de toros y carneros se ofrece El mismo, hijo de
Dios y Dios como su Padre.
Adora,
por tanto, a su Padre; por todos los hombres, cuyo primogénito es, reconoce que
de El viene toda vida y todo bien; que sólo El merece vivir, y que cuanto es,
sólo por El existe; y ofrece su vida para protestar que, por venir todo de
Dios, de todo puede El disponer libre y absolutamente.
Como
Hostia de alabanzas, da gracias a su Padre por todas las gracias que le ha
concedido a El y, por medio suyo, a los hombres todos; hácese nuestra perpetua
acción de gracias.
Es
víctima de propiciación, pidiendo sin cesar perdón por los pecados que
continuamente se renuevan, y desea asociar al hombre a su propia reparación,
uniéndoselo en la ofrenda.
Es,
finalmente, nuestro abogado, que intercede por nosotros con lágrimas y gemidos
desgarradores; y cuya sangre clama misericordia.
Visión de la Santísima Trinidad. Sor Lucía de
Fátima en Tuy, Pontevedra.
Cristo,
habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso
clamor y lágrimas a Dios Padre, se convirtió en causa de salvación eterna para
todos los que le obedecen. (Paráfrasis de Hebreos V, 7- 9)
V
Asistir
a la santa misa es unirse a Jesucristo; es, por tanto, para nosotros el acto
más saludable.
En
ella recibimos las gracias del arrepentimiento y de la justificación, así como
ayuda para evitar las recaídas.
En
ella encontramos el soberano medio de practicar la caridad para con los demás,
aplicándoles, no ya nuestros escasos méritos, sino los infinitos de Jesucristo,
las inmensas riquezas que a nuestra disposición pone. En ella defendemos
eficazmente la causa de las almas del purgatorio y alcanzamos la conversión de
los pecadores.
La
misa es para el cielo entero un motivo de gozo y produce a los santos un
aumento de gloria exterior.
"Sólo
en el Cielo conoceremos el gran valor que tiene la Santa Misa", dice San
Juan María Vianney, "Cura de Ars" sobre el Santo Sacrificio de la
Misa
VI
El
mejor medio de asistir a la santa misa es unirnos con la augusta víctima. Haced
lo que ella, ofreceos como ella, con la misma intención que ella, y vuestra
ofrenda será así ennoblecida y purificada, siendo digna de que Dios la mire con
complacencia si va unida a la ofrenda de Jesucristo. Caminad al calvario en pos
de Jesucristo, meditando las circunstancias de su pasión y muerte.
Pero,
por encima de todo, uníos al sacrificio, comiendo junto con el sacerdote
vuestra parte de la víctima. Así la misa logra toda su eficacia y corresponde
plenamente a los designios de Jesucristo.
"El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el
último día." A eso nos invita Jesús: no sólo a asistir a Misa, sino
también a comulgar frecuente y dignamente.
¡Ah!
Si las almas del purgatorio pudieran volver a este mundo, ¡qué no harían por
asistir a una sola misa! Si pudierais vosotros mismos comprender su excelencia,
sus ven tajas y sus frutos, ni un solo día querríais pasar sin participar en
ella.
NOTA
(1) Sesión
22ª (17- IX- 1562), "Sobre el Santo Sacrificio de la Misa" cap.
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